viernes, 27 de febrero de 2015

Invitado en la morsa

Esta semana ha sucedido otra de las cosas sorprendentes y felices que me vienen pasando últimamente: Me han invitado a participar en La Morsa Era Yo.
La Morsa Era Yo (LMEY) es la web de Juan Ortiz Delgado (@Jortdel en twitter), y de las varias secciones que tiene he sido invitado a participar en la que tal vez sea la más exitosa: La de podcast de arquitectura. Este ha sido el Episodio 14: Le Corbusier. (Clicadlo).
Los podcast de La Morsa son buenos, y han tenido dos distinciones en la quinta edición de los Premios Asociación Podcast: Mejor Podcast en la categoría de Historia y Cultura y Finalista al Mejor Podcast Revelación. (O sea, que esta gente los sabe hacer).


Hemos participado Juan Ortiz Delgado, Alberto Fortes, Cristina Martínez, Deco, José Manuel Basso, Luis Sánchez Blasco (todos del "equipo oficial" de podcast de LMEY) y yo ("artista invitado").

Con eso de que yo era el nuevo y el invitado, me han tratado con una generosidad y con un cariño muy superiores a los que me merezco. Y además, antes de entrar en harina me han dejado explayarme sobre Arquitectamos locos? y sobre Necrotectónicas. (¡Qué más quisiera Umbral!).

Después de esa presentación tan generosa, y tal vez un tanto excesiva, hemos charlado sobre Le Corbusier dos horitas de nada.
(Reescuchando el podcast veo que he intervenido demasiado, y que no me quitaban la palabra. Ese tipo de respeto debe de ser un privilegio de la edad).

La idea era no hacer una sesión crítica especializada, sino hablar de Le Corbusier de una manera distendida y "ligera", pensando en oyentes que puedan estar interesados en conocer algo de él, pero que no estén especialmente formados en arquitectura. Creo que hemos sido capaces (más o menos, en un tema tan complejo) de hablar con sencillez y con amenidad. Eso espero.

Estoy encantado de haber participado en LMEY y de haber conocido a nuevos amigos. Espero que me llamen alguna otra vez.

Y espero que a vosotros os guste el podcast.

viernes, 20 de febrero de 2015

Pánico

A veces entra el pánico de golpe: Personal de cabina que está más que harto de volar, de repente siente miedo y no vuelve a subirse a un avión; alpinista que un día se hace una pregunta que no se había hecho hasta entonces ("¿y si me caigo?"), y deja de trepar por la montaña; conductor experimentado que de golpe dice que no coge más el coche; caminante inveterado que súbitamente teme que le salga al paso un perro... Pánico. Pánico incomprensible.

El Grito, Edvard Munch

O un arquitecto que un día recibe un burofax.


Y detrás del burofax viene la citación del juzgado. (A veces viene directamente la citación del juzgado).
Las causas pueden ser muy variadas. Por ejemplo (todas ciertas, casos ciertos conocidos por mí):
- La casa que se terminó hace seis años tiene un descuadre del 2% (1,146º) que los dueños no habían apreciado hasta ahora. Piden doscientos mil euros para tirarla y volverla a hacer, porque alegan que la vivienda es inhabitable por inamueblable. (Las fotos de los informes periciales muestran que está perfectamente amueblada). Los doscientos mil euros se acaban quedando en ciento sesenta mil, que los propietarios se guardan en el bolsillo, y siguen viviendo en su horrible casa descuadrada.
- La solera de una gigantesca nave está destrozada. Hay humedades y grietas por todas partes. Aunque en proyecto tenía armadura y encachado, en la obra se hizo en masa y directamente sobre la tierra. Al arquitecto le encargaron sólo el proyecto, sin dirección de obra, y le piden ahora más de un millón de euros. (Este arquitecto fue finalmente absuelto al segundo recurso, pero por un motivo que no tiene nada que ver con esto: por cuestiones de forma y de procedimiento que se me escapan; pero nunca se estableció, para su satisfacción moral, que él no era responsable en absoluto de aquel desastre).
- El vaso de una piscina pierde agua por una fisura. El perito aprovecha y valora de paso hasta una nueva depuradora (desinstalar la actual, tirarla, comprar una nueva e instalarla), con sus filtros, válvulas y todo. Ah, y hacer un acerado para el chalet, que no estaba en proyecto. Y pavimentar el acceso de vehículos por la parcela. Y más cosas. Así que para arreglar el vaso le piden como cinco veces lo que costó.
- Una zapata cede unos centímetros, provocando la ruina de una vivienda. Bajo el terreno hay unas oquedades que el estudio geotécnico no detectó. El perito judicial dice (con razón) que la solución adoptada para la cimentación es errónea (es la que recomendaba el estudio geotécnico), y que había que haber proyectado pilotes. La empresa del geotécnico se va de rositas. Lo paga todo el arquitecto.


- Una señora tiene en la terraza un feo pegote de mortero y, en general, bastantes remates muy toscos. Aporta un parte de atención psiquiátrica de urgencia por ataque de ansiedad. Pide cien mil euros para arreglar los desperfectos de la casa y doscientos cincuenta mil como indemnización por los daños psicológicos. Los únicos que pueden pagar esto son el arquitecto y el aparejador, porque el constructor y el promotor son insolventes. (El paupérrimo promotor acude al juzgado con su Mercedes Clase E, mientras que el arquitecto ha ido en metro).
- En una vivienda hay muchas moscas. Demasiadas. Muchas más de lo normal.

sábado, 14 de febrero de 2015

No te quejes

El sábado pasado, día 7 de febrero, ha muerto el gran ilusionista argentino René Lavand.
Yo lo vi por primera vez en el programa de televisión Chantatachán, de Juan Tamariz, y desde entonces le seguí entusiasmado. Sus juegos eran casi tan maravillosos como las historias que contaba mientras los hacía. Fascinaba hablando y fascinaba manipulando las cartas.
Fascinaba cómo decía, evocador: "No se puede hacer más lento".



Con siete años ya empezó a interesarse por el ilusionismo y a aprender trucos con barajas. A los nueve estaba jugando en la calle y un coche le atropelló. A resultas del accidente tuvieron que amputarle la mano derecha. (Conste, además, para más dificultad si cabe, que él no era zurdo, sino diestro).
Su mayor afán fue ser ilusionista con una sola mano. Algo increíble. Practicaba sin cesar. Es fácil escribir "sin cesar". Pero quiero decir exactamente "sin cesar".
Sus padres le convencieron para que tomara un empleo en un banco, y allí, de cajero, con su manejo del dinero con la mano izquierda entusiasmaba a los clientes y a sus compañeros, a quienes también les hacía juegos con las cartas en cada ocasión.
René llevaba siempre un mazo de cartas, o dos, en el bolsillo. Una verdadera obsesión. Un vicio.
Que Dios le bendiga: Un hombre que nació y vivió para hacernos felices.

Sin embargo, me pregunto: ¿Habría sido tan bueno si no hubiera sufrido aquel accidente de niño? No lo sé. Nadie lo puede saber. Pero quiero imaginar que con su anatomía íntegra tal vez la afición por la manipulación de naipes se le habría acabado pasando al poco tiempo, y habría practicado otras aficiones, otros juegos y otros vicios. Sin embargo, la postración que sufrió le cerró muchos caminos, y se refugió explorando este hasta el final.
Quién puede saber lo que podría haber ocurrido y no ocurrió.

Siempre contó que no había libros de magia para mancos, y que tuvo que aprender por sí mismo. Tuvo que inventar la técnica al mismo tiempo que la iba aprendiendo, o aprenderla al mismo tiempo que la iba inventando. No podía tener profesores ni maestros. Su maestría la obtuvo con su pasión, con su voluntad, con su obsesión.

viernes, 6 de febrero de 2015

Viridifobia

Yo tendría unos veintitrés años y estudiaba arquitectura. Un primo mío iba a inaugurar un pub en mi pueblo, un tipo de establecimiento que nunca se había visto por allí, y me pidió que le diseñara algo para un rincón ingrato, en la zona de entrada, próximo a la barra y previo al salón. Quería que yo alegrara un poco las paredes que confluían en ese rincón. Vamos, que le pintara algo.
Yo me puse a hacer variaciones sobre cosas de Van Doesburg: el Aubette y tal, con sus cuarenta y cinco grados, pero respetando el cromatismo canónico de De Stijl. Es decir: Me saltaba la vertical y la horizontal estrictas de Mondrian, pero usaba los tres colores primarios (rojo, amarillo y azul).


Era un trabajo muy poco creativo, puesto que me limitaba a seguir esas rígidas pautas y a andar sobre seguro, pero me entusiasmé. Hacer un doesburguito-mondrianito de estos (girado 45º) es muy sencillo y muy agradecido. Pero es un vicio. Siempre queda bien, pero al mismo tiempo siempre se puede mejorar. Siempre hay uniones casuales, incontroladas, erróneas, y uno corrige el esquema, y lo vuelve a corregir, y a corregir.
Los rectángulos fueron invadiendo cada vez más pared. El rincón inicial se convirtió en casi toda la pared.
Mi primo estaba muy contento con mis croquis, pero yo seguía perfeccionándolos. Le hacía las maquetas más tontas del mundo: Dibujaba en un papel, lo doblaba en diedro y lo apoyaba en una mesa: Así quedaría el rincón.
Tras un montón de croquis, al final quedó un diseño que nos satisfizo a todos (a mi primo, a sus hermanos y a mí).
Y nos pusimos a ello.
El pintor era Paco, el del pueblo, de toda la vida, pintor "de brocha gorda" muy buen conocedor de su oficio. Yo le tenía que trazar el dibujo y después él lo pintaría con una pintura plástica brillante sobre la pared, que iba en blanco.
Dibujé las líneas con un punzón sobre el yeso, con una larga barra de madera como regla, y una vez terminado el dibujo, puse a lápiz en cada rectángulo Az (Azul), Am (Amarillo) o R (Rojo). Donde no hubiera letra se entendía que era el blanco del resto de la pared. El pintor rellenaría cada casilla. Podría salirse un poquito o quedarse algo corto en los bordes, porque después otro primo mío (hermano del dueño del pub) iba a clavar unos listones de madera de 3 cm de anchura a lo largo de las líneas.
El mural quedó fantástico. La pintura brillaba y toda la composición cromática parecía una explosión. El soso rincón había cambiado completamente. El espacio parecía vibrar.
Fantástico.

El pub estaba muy bien. Era una cosa "moderna". No sólo el sitio era agradable, sino que iba a servir buenas y selectas marcas de cerveza, buenos licores, sángüiches a la plancha... Todos le augurábamos un gran éxito.
Todo estaba listo el día antes de la inauguración, y me fui a mi casa muy contento.

Al día siguiente fui al pub con mi novia, a tomarnos unas cervezas y a ver aquel rincón con gente. Yo quería sentir si con el barullo ese espacio vibraba o no.

Pero no hubo ocasión. En sólo unas horas los colores primarios de De Stijl se habían convertido en los cuatro colores del parchís. El verde se había colado y lo había alterado todo. Parchís chis chis.

Parchís chis chis, parchís chis chis
es el juego de colores que cantamos para ti.

Yo no entendía nada. Le pregunté a mi primo, consternado, qué había pasado, a qué se debía esa mierda.